lunes, 5 de abril de 2010

SCALABRINEANDO


Por Juan Disante

El 24 noté que la gran plaza se llenó de una mayoría de gente desencuadrada. En un activo recogimiento. En parte del grito.

Hoy, debo hacer el elogio de la soledad (que también es parte de la cosa). La soledad de aquellos hombres desvinculados de las fórmulas en juego. De aquellas mujeres arrinconadas por la intolerancia y la desintegración. De aquel ciudadano sin voz que sólo aparece en los resultados electorales que desconciertan y desmienten a los pronosticadores del apocalipsis. O que también suele mostrarse cada cuarto de siglo en medio de esos aluviones de amor y bronca que suelen brotar, como arcilla y lava, desde las entrañas del subsuelo.

Hoy, debo hacer el elogio de esa nutricia terrosidad que otorga el anonimato del aislamiento. Esa fecunda dispersión, que siempre es nombrada como causa de nuestros fracasos cívicos, pero que de alguna manera, es disparadora de las reflexiones más íntimas, sin que ningún gurú de la verborragia pública o privada pretenda sellar el papel en blanco de la inculpabilidad ideológica.
Hoy, quiero homenajear la debilidad. La debilidad de los que sólo escuchan. De los que callan. De los no representados. De aquellos que frente a la fuerza de los discursos de los medios hegemónicos, oficialistas o no, atinan a una mueca sigilosa. O por ahí, levantando una ceja.

Hoy, el instinto me dice que vivimos una época transitiva en la que ya se fritó la mitad de la tortilla y ahora está siendo disparada al aire para que caiga del revés en la sartén. En esta cocción no va a ocurrir lo de siempre. Esta vez la debilidad significa la fuerza bicentenaria que dará respuesta a aquella seguidilla de repreguntas: “El pueblo quiere saber…” Con lluvias. Blandiendo paraguas. Tal vez en pelotas.

Hoy, en esta rotación invertida de la realidad, la debilidad no yace, ni está boca abajo. No se trata de una astenia debilucha producida por la presencia de tanta mala gente transitando por los pasillos de los palacios, sino de un distanciamiento consiente asumido ante el cierre de los caminos. Un sensato apartamiento al que obligaron los poderes, pero que mantiene su latencia de lucha.

Hoy, en la línea de flotación se encuentra la oración scalabriniana del hombre que está solo y espera, en cuya sintaxis hallamos el poder de un sustantivo extraviado, junto a dos dispersos y activos verbos. Una amalgama que algún día unirá la equidad social con el tejido conjuntivo de la justicia universal, ni más ni menos que para despertar al león herbívoro que todos llevamos adentro. Valga mil veces ésta figura.

Ojalá hoy, aquellos que frente a los desniveles prefieren la horizontalidad del llano, hagan un buen uso del concepto de soledad. Por ahora transformador.

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